Imagen: Vadi Fuoco
Eran las 3 de la mañana. Las luces del cuarto estaban apagadas, pero la mente de Damián seguía encendida. Sus ideas galopaban como caballos salvajes. Proyectos nacían y morían en cuestión de segundos. Las posibilidades parecían infinitas.
Pero la realidad era otra. Llevaba cinco meses encerrado en un apartamento lleno de hongos. Perdido y sin rumbo. Buscaba con ansias un faro en medio de la neblina.
Se había graduado hacía poco, ¡y con buenas notas! Todo bien hasta ahí. Pero el siguiente paso era buscar un trabajo. Algo que Damián rechazaba con todo su ser. Las ocho horas le parecían un sinónimo de esclavitud.
Sin embargo, ¿qué podía ofrecer él? Un pibe que hasta hace cinco años no podía votar. La única solución era escapar del sistema. ¿Pero cómo? Vender un producto o un servicio, ¿no? Bien, ¿cuál? Su lado realista lo interrogaba con placer.
«¿Qué es mejor?», se preguntaba, «¿una jaula con comida o un campo verde donde no crece nada?» Sabía que otros habían transformado esos campos en granjas paradisiacas. Pero él estaba muy lejos de ese punto.
Desde chico le dijeron que podía hacer lo que quisiera. Esa frase salió al menos 200 veces de la boca de profesores, amigos y hasta la dueña del quiosco. Pero, ¿hacer qué en específico?
Miró el celular y vio diez mensajes sin responder. Uno era de su padre, Ernesto: “Damián, ¿qué vas a hacer con tu vida? No podés seguir ahí encerrado. Ponete las pilas”.
Entendía la preocupación de su padre. El abuelo Teodoro vivió de manos ajenas toda la vida. Con suerte vendía alguna artesanía en la calle Sarandí. “Ponete las pilas” era una forma de decir «no termines igual».
De hecho, Teodoro tenía mucho en común con él. Un potencial inmenso que nunca explotó, una sensibilidad artística única y la capacidad de aprender como un niño. Pero su vida fue durísima. Damián recordó su aliento a sueños rotos y sintió escalofríos.
Quizás ese miedo a lo conocido hizo que Ernesto tomara distancia. Pensaba que Damián terminaría en una especie de isla desierta. A la espera eterna de un rescate ficticio. Llegó otro mensaje: “Nadie va a hacer las cosas por vos. Que descanses”.
Damián sabía que precisaba un poco de luz. Algún oficio tolerable que le permitiera trabajar por su cuenta. ¿Y si intentaba con el dibujo? Siempre le había gustado. En el liceo le decían que tenía talento. Aunque no estaba seguro, decidió tirarse al agua.
A la mañana siguiente, con los ojos llenos de lagañas, empezó a buscar talleres de ilustración. Un amigo le recomendó estudiar con Sáez, el artista más promediado de su generación.
Durante más de cuarenta años había pintado sin parar. Hasta que un día entendió que enseñar era más importante que crear. “La práctica te deja mucho más que la teoría. Eso es lo que quiero transmitir”, solía decir.
Hablaron un rato, y Sáez lo invitó a una clase de prueba. Por algún motivo indescifrable, Damián estaba nervioso. Se sentía igual que antes de dar una presentación en la facultad. ¿Miedo al juicio ajeno? Tal vez.
Llegó a paso apurado a esa casona en el Prado. Tocó el timbre con la timidez de un gorrión. Su estómago se sentía como una botella de agua con gas recién abierta. No tenía idea de cómo iba a salir este experimento.
Sáez lo recibió con la sonrisa típica del buen anfitrión. Era un hombre de unos 65 años, con barba de vikingo y una remera hawaiana. Todo esto le daba un aire de actor de cine de bajo presupuesto.
“Tengo un nieto que estudió lo mismo que vos”, comentó Sáez mientras lo invitaba a pasar. “Pero no le interesa dibujar. Es una lástima, porque tiene mucho talento.” Sáez lo miró con curiosidad y le preguntó: “¿Cómo terminaste acá?”
Damián resumió su historia. Sáez lo escuchó como si fuera un psicoanalista y respondió: “Tenés 23 años. No podés quedarte durmiendo la siesta. Los artistas sueñan, pero con los pies en la tierra.”
Después de esa sesión de terapia, comenzaron los ejercicios. Formas geométricas simples. Los rombos de Damián parecían óvalos, pero a pesar de su trazo débil, Sáez vio en él un diamante en bruto.
“Dale con fe. Si te esforzás, vas a ver resultados. Lo bueno demora.”, le dijo. Y dibujaron un par de horas, entre discos de jazz y galletitas grasientas.
Al final de la clase, Sáez dictó su sentencia: “Tenés talento, pero te falta ponerle ganas. Practicá todos los días. Si no, no esperes resultados”.
Damián le hizo caso y comenzó a ilustrar lo que veía a su alrededor. El primer objeto de estudio fue su gato Miguel. Aunque en el dibujo parecía un murciélago con cuatro patas. Se frustró, pero sabía que para ser muy bueno, primero tenía que ser pésimo.
La semana siguiente, intentó imitar la perspectiva de un cuadro renacentista. Otro desastre, pero al menos aprendió cómo generar profundidad en dos dimensiones.
Con el tiempo, llegó un reto imposible: dibujar un cuerpo humano a escala real. Y esta vez le salió bastante bien. No era nada realista. Pero para ser un principiante, había hecho un buen trabajo.
Semanas después, Sáez notó su progreso y lo invitó a una exposición. “Creo que ya estás listo”. Damián dudó, pero aceptó igual. Se preparó durante toda la semana y la noche anterior apenas durmió.
El día del evento llegó peinado con gomina y una sonrisa de vendedor de autos. Faltaban cinco minutos para empezar y no había llegado nadie. “Ya sabés que acá todos somos impuntuales”, dijo Sáez con la solemnidad de un monje budista.
Más tarde apareció una empresaria joven. Damián se acercó y comenzaron a charlar. Ella estaba buscando un ilustrador para su negocio, aunque con un presupuesto más que modesto. De todos, Damián aceptó encantado.
Ese fue el primero de varios cebos que tiró. Pocos picaron pero la pesca fue un éxito modesto. En un par de semanas juntó suficiente dinero como para llegar más cómodo a fin de mes.
Un día, su padre lo llamó. Damián le contó sus avances, y por primera vez sintió algo de dulzura en su voz: “Creciste mucho en este tiempo. Estoy orgulloso de vos. Seguí así.”
Después de la llamada, Damián se puso a ordenar su cuarto. En un cajón polvoriento encontró una carta que había escrito cuando tenía 12. Estaba decorada con brillantina. La leyó con nostalgia: “Prometeme algo. Cuando crezcas, dedicate al dibujo.”